Foto: Juvenal Balán
No levantamos tres cuartas del suelo, a veces ni a la escuela hemos ido, cuando delante de todos y con visible orgullo recitamos, poniendo las manos en el corazón: Tres listas azules / Y dos listas blancas / Un triángulo rojo / La estrella de plata. / Así es mi bandera / de Cuba, mi patria, / Y esa es la que quiero / con toda mi alma.
Como todo sentimiento, el amor se alimenta. No somos conscientes en esas primerísimas edades de lo que significa ni de lo que será después esa bandera para nosotros.
Poco a poco, entre el hogar y la escuela, afloran los sentimientos patrios. Desde la voz de los maestros, de las páginas de un libro, de la anécdota sentida que un abuelo nos contó, o del mismo arte que el niño disfruta, y que en Cuba tiene a su alcance, van naciendo y enraizándose los apegos indisolubles que se tienen con los símbolos de la tierra donde se ha nacido.
Poetas, cantores, artistas de todos los tiempos, gente común, han buscado el modo de representar los afectos que nos provoca la bandera. Si los evocamos, como un rayo vendrán a la memoria los clamores de Heredia, en encendidos versos en los que plasmó su dolor de desterrado, añorando el suelo cubano; o aquellos en los que Martí deja claro que entre los atributos que quería en su tumba estaba una bandera; o en los que le hablaba al hijo hermoso y viril, de la necesidad de defender la luz natal y el pabellón.
Con ellos, la voz de Bonifacio Byrne se hace otra vez nuestra, incluso la de Camilo, evocando a su vez al poeta, que advirtió lo que harían nuestros muertos, en caso de que fuera ultrajada.
No es preciso decirle a nadie lo que significa para sí la bandera. La que preside nuestros actos revolucionarios, como resguardo de la nobleza que en ellos se defiende, tiene en cada cubano decoroso, un sitio sagrado.
La bandera que cada mañana saludamos desde niños, la que vemos izada en diferentes partes de la ciudad, la que viste el ataúd de alguien que ha sido muy grande o muy valiente, la de la estrella solitaria –porque es soberanía– no está ni estará jamás sola.
La bandera que alzan nuestros atletas, formados por la Revolución, la que agitan, brazos en alto, cuando en un evento internacional deportivo vencen a sus competidores, es un símbolo amado y por él resiste Cuba.
La que en medio de tanto odio ondea fiel a la historia; la que con orgullo agitamos todos juntos en nuestras plazas, la que portamos en nuestros centros de trabajo, en sellitos representativos, en nuestros burós y mochilas, la que llevan como trofeo de amor nuestros médicos a las tierras donde no van otros; la que embellece la marca Cuba, tiene cobija en un pueblo que sabría morir por ella.
(Con información de Granma)
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